Leé el primer capítulo


Ciudad Espectral: Los Moribundos


Somos muerte. Esto que consideramos vida es el sueño de la vida real, la muerte de lo que verdaderamente somos, los muertos nacen, no mueren. Nuestros mundos están invertidos. Cuando consideramos que vivimos, estamos muertos; vamos a empezar a vivir, en cambio, cuando seamos moribundos.

FERNANDO PESSOA 


Si a mi vida la tuviera que contar en una noticia de periódico empezaría por lo más importante, y lo primero que diría es que estoy muerto.


Estoy muerto por decisión propia, claro. Porque elegí estarlo. No es que se me haya ocurrido echar manos sobre mí, ni que fuese un esquizoide suicida; si recién acabo de empezar, vamos. Tampoco es que esté muerto por causa natural, de viejo, digo; tengo treinta y cinco años y a pesar que desde mi bisabuelo para abajo la mayoría de mi familia sufre hereditariamente del corazón, algún tipo de taquicardia, nada raro, mi salud es fuerte como podría ser la de algún entrenado maratonista. No tuve ningún aciago accidente de tránsito por ejemplo, ni recibí un fatal disparo durante un atraco de banco. Lo que pretendo decir no es muy difícil de entender: estoy muerto por convicción personal. Faulkner dijo que su padre dijo que la razón de la vida era prepararse para estar muerto durante mucho tiempo. Pues bien, es hora de que se sepa que estar muerto no es cosa mala, ni mucho menos. No es una idea descabellada la de empezar esta historia con mi muerte, es más, podría subir la apuesta acudiendo a un titular de diario como el de Ciudad Espectral, cuyas crónicas reconstruyan los extraños y desafortunados acontecimientos que animaron mi decisión, y que a la fecha, [xx/xx/xxxx], encuentran su estrambótico desenlace en una inaudita batalla entre vivos y muertos. Sí, entre vivos y muertos, batalla en la que yo, Fernando Funes, ya no es necesario que declare de qué lado estoy.

El desaforado ronroneo de una motoneta atravesando como un rayo la avenida Paraguay y la figura de Romina desapareciendo entre las tinieblas de la noche, sobre la esquina French, bajo la noche abigarrada de tiempo y frio, es la última polaroid que conservaré de ella hasta su regreso y enrolamiento en el bando de los vivos. Hace más o menos una hora, acababa de llegar de Córdoba; la fui a recibir al aeropuerto y, por alguna razón, terminamos charlando en una plaza.     

Me dijo, es decir, volvió a insistir, que lo mejor era que nos fuéramos para siempre, y entonces le pregunté, le pregunté como quien pide explicaciones a un funcionario púbico a mitad de una conferencia de prensa, qué significaba eso con exactitud, eso de irse para siempre. Se enojó. Me dijo que no la sorprendía para nada que lo tomara así, con esa habitualidad ordinaria que me caracterizaba y que, cuando alguien de verdad quiere marcharse, nunca importan el lugar, el día, la hora ni el momento en que lo hace. Lo hacés y listo, me dijo. La motoneta era una de esas tipo Lambretta; tronó a toda velocidad y enseguida la tragó su propio impulso. Cuando volteé la mirada, la vi cruzando la plaza y después la calle y finalmente esfumarse como un fantasma.  

Nadie comprendía muy bien si las interminables horas que el diputado pasaba encerrado en su oficina alumbrado sólo por la vaga luz de una lámpara, detrás de sus anteojos haciendo inacabables anotaciones en su cuaderno, o evaluando con los ojos desorbitados pilas y pilas de proyectos de ley, o el virulento frenesí de sus extensos discursos en el honorable recinto, nadie sabía decía, si todo ello residía en el ahínco de su eficacia política o en la sombra del espíritu de su padre que, según dijo alguna vez, lo perseguía sin cansancio mientras los sueños herían su ambición de vigilia perenne. Si pudiera cercenar mis párpados y permanecer despierto con fuerzas inacabables, dedicaría las edades que me restan vivir a transformar la historia política del presente, sería la única manera de ganarme un lugar en la inmortalidad, junto a mi padre, reflexionó apuntándome con sus ojos negros y saltones. Imaginé que si su mirada fuese un revólver, el disparo ya me habría atravesado la frente. No porque Ferro cultivara alguna clase de rencor, ni mucho menos, si recién lo conocía; es que su mirada poseía una fuerza inaudita, hipnotizante, cuyo poder de convencimiento se alojaba más allá de los parámetros que ordena la razón. Desempolvó una carpetita roja debajo de una destartalada columna de papeles, acomodó sus gafas tirándose levemente hacia atrás, para aposentarse mejor sobre el respaldo de la butaca, cruzó las piernas y me preguntó si traje algo para anotar. Le dije que sí. Entonces, acorazado detrás de su carpetita, dictó: visto y considerando la harta responsabilidad que me compete con la ciudadanía toda que ha confiado su voto en mi persona, y evaluado con estricto criterio e interés el proyecto de ley número treinta y tres mil cuatrocientos setenta y cinco del diputado Esteban Matarazzi, y concordando con algunos aspectos esenciales de dicha legislación, como los expresados en los artículos ocho, once, catorce, veintiséis y treinta y siete, considero sin embargo que su aprobación requiere un debate y consenso más amplios. Es decir, no estoy de acuerdo aún con su tratamiento en nuestro honorable recinto. Luego, me pidió que le leyera el texto. Destacó su redacción lacónica y contundente y después señaló que resultaba imperioso que lo comunicara a todos los medios. Dijo así: a todos los medios con la mayor premura posible. Dando un aplauso cerró la carpetita, se levantó, estiró su brazo y me estrechó la mano y antes que sus urgencias lo devoraran otra vez, me preguntó si esta vez aceptaría el empleo y le respondí que sí, que esta vez sí lo aceptaba.

Ya había tenido una primera entrevista de trabajo con Ferro, un par de meses atrás, cuando trabajaba en La Voz de la Verdad, el diario de la familia Ferro. En aquella ocasión, el diputado me había citado a través de su secretaria a los dos de la madrugada en su oficina, aludiendo que el legislador trabajaba todo el día, de sol a sol, con una agenda intensa. Asistí al encuentro y rechacé su propuesta; quería que fuera su agente de prensa. Argüí, en esa charla que mantuvimos, que me sería imposible debido a mi actual compromiso laboral con el diario de su familia. Ferro aceptó cordialmente mis argumentos. No obstante, me dijo que muy pronto iba a necesitarme, y que cuando llegara ese momento no iba a poder decirle que no a su ofrecimiento. Fue así.       

Más tarde, ya en casa, me pregunté si eran ciertas todas las cosas que me habían contado sobre Ferro. Igual no me importaban; necesitaba el dinero. Supuse que me pagaría bien, o más o menos bien. Acababan de despedirme del diario y aunque siempre gané lo suficiente, lo necesario para sobrevivir, pensé que nadie, ni siquiera Ferro, podría pagarme peor que las redacciones. Las pagas de los diarios eran en verdad malísimas, y además ya no podía contar con los ingresos de mis novelas publicadas, que si bien no eran la gran cosa (siempre fui un escritor de medio pelo, lo sé), cooperaban sin embargo en mantener al día mi economía. Pero, tras la fatídica conferencia de prensa de mi archienemigo Pablo Gamorra, todo se fue al demonio.

Pensé en Romina: un día antes me decía que cuando alguien quiere marcharse, no importan el lugar, el día, la hora ni el momento en que lo hace, lo hace y listo. Así dijo: lo mejor es que nos vayamos para siempre. La primera vez que me lo propuso fue hace algunos meses, después que murió su mamá pero yo no hice caso porque la tragedia viaja igual de rápido que el deseo de huir de ella. Pero después me lo había dicho de otra forma, con otro tono. Como si realmente lo anhelara. Lo cierto es que cualquier camino es probo cuando se quiere mandar todo al diablo. Eso sí que es cierto. Igual de cierto es que nadie se va porque sí. Aunque, pensándolo bien, ésa sería la mejor de todas las razones.

Soñé con el abuelo Pucho, sentado frente al televisor, chupando su pipa italiana gigante y mirándome de reojo con sus ojos azules que se paseaban por su cara como dos cielos minúsculos. Mirá pibe que este mundial salimos campeones, el Diego escribe las mejores canciones adentro de la cancha, me decía frotándome la cabeza y dibujando una media sonrisa que terminaba en unos je je je raspados, muy particulares, muy de él, muy Pucho, que jamás pude olvidar. Lo miraba desde abajo y me parecía tan grande el abuelo Pucho. Qué grande es el abuelo Pucho, soñé.

Sonó el teléfono. Atendí entre hilitos de sueño. Era Ferro. Me preguntó si había concluido con éxito el encargo. Le respondí que no, que recién despertaba. Lo escuché refunfuñar entre dientes del otro lado y luego suspiró y un quejido se diluyó en el fondo de su garganta. Después me dijo: Fernando querido, es clave que comuniquemos a la prensa mi punto de vista sobre el proyecto del legislador Matarazzi. Tenemos que ganar presencia con este tema mañana en todos los medios. En fin. Me puse a transcribir en la computadora lo que me había dictado, armé el texto (breve), y lo mandé por correo. Más tarde, hice algunos llamados a colegas conocidos haciendo especial hincapié, endulzándolos, en la trascendencia de las declaraciones del diputado Ferro.

Afuera hacía un domingo innocuo. El cielo encapotado de nubes grisáceas y profundas. Adentro, nada. Preparé unos mates y procuré concentrar mi atención en culminar una nota necrológica que me había encargado un amigo para una revista sobre la muerte de un importante escritor, fallecido el dieciocho de junio pasado, a quien admiraba y cuya obra me conocía de cabo a rabo. En realidad, le debía otra nota también, sobre la obra cinematográfica de Gaspar Noé. Me mantuve varias horas frente al monitor de la computadora y no alcancé más que a garabatear líneas disparatadas e incongruentes. No logré conectar un párrafo con el que me sintiera satisfecho. Al rato abdiqué.

Pensé en llamar a Romina y decirle: no podemos irnos así como así, tenemos que pensarlo mejor, no es tan sencillo, hay gente a la que hay que dar explicaciones, a la gente que nos quiere hay que darle explicaciones, por qué, porque nos quieren, por eso hay que darle explicaciones, no digo que no podamos hacerlo, tal vez podemos, sí, pero no nos aventuremos sin un plan, además qué vamos a hacer si nos vamos, yo ya no me trago eso del escritor mantenido, eso no es para mí, acabo de encontrar un trabajo, con lo que me costó, con lo que nos costó llegar hasta acá, lo que quiero decir es que lo pensemos bien. Al rato abdiqué.

Sin embargo, si se lo hubiese dicho, si la hubiese llamado, no tendría sentido, era seguir dándole vueltas a la misma cosa, la decisión ya estaba tomada. Para ella. Para mí. La decisión no tenía vuelta atrás.  

Me dio hambre. Comí pan con picadillo de carne. Al rato me dio sueño. Me recosté en la cama y encendí la tevé (hace rato que me duermo con el televisor encendido); estaban pasando una película de zombis, un muerto se devoraba a dentelladas las tripas de un vivo en la parte trasera de un coche. Me dormí. Soñé con Romina pero cuando desperté la vigilia se había tragado mi sueño. Lo olvidé. Seguro el sueño fue de muertos vivos; Romina era fanática de las películas de George A. Romero.

Empezó a llover a baldazos. Me desperté. Preparé unos mates y me senté frente a la computadora. Intenté en vano limpiar el caos textual en que me había enredado; palabras perdidas por allá, sintaxis confusas por acá, sinónimos superfluos por abajo y por arriba descripciones latosas y acartonadas, un desastre por donde se mire, el poco texto que tenía sobre el escritor muerto, sobre la obra de Noé, ya no tenía caso, todo me sabía a resaca, a resaca de escritor que alguna vez se embriagó con buenas ideas. 

Acudí (como tanteando en la oscuridad el interruptor para encender la luz a ver si esas ideas vencidas, al menos, empezaban a llegar de una vez) a sus novelas más brillantes, que hubo muchas, sí, pero hubo una en especial que me fascinó. Siempre quise escribir una novela así, en la que pase de todo. Demás está decir que nunca pude hacerlo, hay que tener muchos huevos y maestría implacable para construir un relato ambicioso y yo no tuve ni lo primero ni muchos menos lo segundo y hay cosas que la voluntad no puede cambiar. Ya no importa.

Después miré las películas de Noé. Bah, no las miré, empecé a mirarlas, una, después otra, después otra y otra, pero ninguna superó los quince minutos de hartazgo, de tedio. No había caso, no se me caía una idea ni aunque me pusieran patas arriba.

Las notas para la revista: muy-bien-gracias. Mi cabeza en blanco, mi cabeza era una página en blanco,  así:
  








Llamó Ferro. Le informé que varios colegas se mostraron muy interesados en sus declaraciones sobre el proyecto de ley de Matarazzi en el honorable recinto y que mañana existían posibilidades efectivas que marquen presencia en la convulsionada agenda mediática del primer día hábil de la semana. El lunes es siempre un día complicado, comentó Ferro como si hubiese agregado un dato útil. Todo era mentira, sin embargo. Apenas si algún que otro periodista me prestó atención. En realidad tuve bastante suerte: me dijeron que harían lo posible por hacerle un espacio a Ferro en sus ediciones pero que nada era seguro. Lo que sea, hasta un recuadrito inhallable en los avisos fúnebres me venía bien, era la primera tarea que me encomendó y necesitaba el laburo, se entiende, imploré a cada redactor de cada diario con el que hablé.

Los políticos consideran que sus reflexiones y acciones son dignas de alabanzas, meritorias de aplausos y sonrisas complacientes, y yo no soy quién para rebatir la lógica de esa pantomímica cosmogonía que se arman del mundo y tampoco me interesa hacerlo. Por eso le mentí a Ferro. De todas formas no era una mentira tan grande. Estoy seguro que el diputado, versado como era en su función pública y en la irremediable relación que ésta conlleva a entablar un diálogo al menos amable con los medios de comunicación por las razones que recién conté, no ignoraba que al final todo depende del humor del periodista, de la trascendencia que pueda generar un hecho o un testimonio y de su inexcusable quilombo posterior, de los intereses ocultos detrás de esas dos cosas, de la línea editorial de la empresa, de la guita que le pongan encima a esa línea. Hay una serie de reglas y leyes con que se rigen los medios que nunca llegaremos a comprender del todo. Sin embargo al trabajo hay que hacerlo. Muy bien, Fernando querido, dijo Ferro. Otra vez me pareció escuchar su hilito de voz diluyéndose en la garganta. Y concluyó: no olvides que nuestra jornada comienza bien temprano a las seis y treinta. Quiero chequear el tratamiento que le dio la prensa al comunicado que enviamos y evaluar la estrategia político comunicacional de la semana.

Por la noche cené con Matilda. El abuelo Pucho no está bien, me confesó con los ojos enrojecidos de lágrimas, de recuerdos y tristeza. Tenía ese tartamudeo dolido, como rasgado, que a veces antecede a la explosión de un llanto. Dejó caer el tenedor junto al plato y ahuecó sus manos para secarse las mejillas. Procuré en vano contener a Matilda pero no tenía nada para decir. Qué decir, en realidad. La muerte enmudece.

Mamá me despidió con un abrazo que duró varios minutos. Le dije que mañana visitaríamos juntos al abuelo Pucho, que agonizaba en el hospital hacía días. Me dijo que bueno, que el horario de visita era por la tarde, que la pasara a buscar por su oficina.

El Pucho Reinoso tenía noventa años y siempre supo recalcarme desde que era muy chico que él era peronista hasta las vísceras. Una vez me obsequió un viejo ejemplar del diario Noticias, ajado y roído y amarillento, que documentaba la muerte de Perón y que conservaba hacía décadas en un costal de cuero enfundado en bolsitas de plástico negro. Al viejo se le hinchaba el corazón cada vez que se acordaba de su Perón. De su Evita. De sus Montoneros.

También recuerdo al abuelo Pucho llevándome un sorbo de sopa con la cuchara a la boca y dándome moneditas a la mañana temprano antes de que Matilda me llevara a la escuela. La imagen que sin embargo se acomodó frente a mí como si estuviera charlando con una persona es aquella en la que el viejo y querido Pucho me decía mientras chupaba su pipa: mirá Fernandito, la muerte no es nada, cuando yo me muera, por ejemplo, van a decir, ah ese señor murió, y otros dirán, sí, ha vivido y ha hecho algunas cuantas cosas, pero nada más, no pasa nada. Es cierto que he hecho algunas cuantas cosas que quedarán guardadas en la memoria, pero te repito que de ahí no pasará. Lo que realmente importa es que vamos a continuar[1].

De vuelta en casa intenté dedicarle en la cama una hora de lectura a una novela policial que había empezado hace un par de días. Me aburrió y, antes de dormirme, anoté unos garabatos en mi Cuaderno de Broncas, la mayoría eran broncas contra periodistas. Siempre registro todo lo que puedo en mi Cuaderno de Broncas. No es un diario, pero casi. Los diarios son por lo general un ejercicio regular, metódico, persistente, tenacidades todas de las que carezco. Sin embargo, le agarré el gustito a esa práctica desde muy chico, lo hago para decodificar las incertidumbres que me perturban. A veces creo que pasa al revés: que lo hago para que las incertidumbres del mundo me interpelen a mí. En fin, por cualquiera de las dos cosas lo hago porque me siento bien y punto.      

Soñé (soñaba mucho o es que imaginé nomás) que estaba desnudo sobre la nieve pero no tenía frio y había por encima de mí árboles que se erguían robustos hasta el más allá de los cielos y entonces me levanté porque me entraron ganas de trepar uno de ellos y trepé tan alto que al final pude ver el espectáculo del mundo. Era un gran espectáculo y el abuelo Pucho su número central. Me decía: la muerte no es nada. Lo que realmente importa es que vamos a continuar. Y ese mundo, miserable, ruin y grotesco, tronó en carcajadas sucesivas que ni la más perfecta de las tragedias pudo acallar.  

Eran poco más de las siete menos cuarto y me resultó extraño que el diputado Ferro no estuviera ya en su despacho. Tenía preparado el informe de prensa hace poco más de cuarenta y cinco minutos. Dos de cuatro diarios publicaron el comunicado de prensa que había enviado ayer, lo cual era bastante bueno teniendo en cuenta que, como expliqué, sus declaraciones no tenían nada de noticiable, como solemos decir en la jerga.

Un rato después llamó a mi celular y me pidió que nos encontráramos en media hora en un café bar del centro de la ciudad, no muy lejos de la oficina. Noté en su voz un tono raro, de fondo, como si estuviese hablándome desde las honduras de algún reducto subterráneo.

Lo esperé dos cafés sentado a una mesa junto a la ventana que daba a la calle. En eso vi cruzar por enfrente a Romina. Iba con prisa y la advertí turbada. Detrás de ella, apareció Andrea Pérez Cristaldo (que acababa de regresar hacía unos días de Buenos Aires de su gira El corazón es un cazador solitario), quien alcanzó a tomarla por el hombro y luego se pusieron a discutir. Llegó el diputado Ferro, se sentó y descansó su maletín junto a las patas de la mesa y me saludó y pidió al mozo un café con leche. Cuando miré de nuevo a la vereda de enfrente, Romina y Andrea habían desaparecido de escena.

Fernando querido, me dijo Ferro luego de beberse un sorbo de su café con leche, el señor gobernador en persona me hizo un encargo especialísimo. Observó sobre sus flancos, como si pensara que alguien fuera a oírnos y continuó: resulta que el primer mandatario de nuestra bienquerida y benemérita provincia, afirmó ante un grupo selecto de su más extrema confianza, entre los que por supuesto me encontraba yo, que espectros de antiguos gobernantes de esta jurisdicción se le han manifestado para brindarle en su fantasmagórica sabiduría el asesoramiento político e histórico imprescindibles que todo estadista que se precie de tal envidiaría, a los efectos de proporcionar al pueblo soberano un mandato iluminado. Pensé que el tipo me estaba jodiendo, pero si había algo que Ferro no tenía era sentido del humor. Así que, tal como dice el vulgo se debe hacer con los locos, remé en sentido de la corriente y exclamé para dejar en claro que estaba con él: eso es maravilloso, Doctor Ferro. En efecto, me dijo: en efecto, Fernando querido. Por eso mismo necesito que estés preparado y que asumas el compromiso y la responsabilidad que demandarán estos sucesos históricos.

El legislador se frotó ambas manos y arrugó la pera y elevó la mirada levemente a los techos del café-bar, y tras hacer una pausa casi heroica, como si acabara de leer una biografía de Winston Churchill, agregó: el gobernador también me ha solicitado que, llegado el momento, difundamos estos ponderables acontecimientos a la prensa y a través de su intermedio al pueblo todo. Todo, desde luego, bajo mi tutela y vuestra coordinación en el armado de una eficiente y efectiva estrategia comunicacional. Eso es maravillo, repetí a falta de que se ocurriera otra cosa que decir.

Pasado el mediodía terminé de redactar y preparar los diecisiete comunicados de prensa que me había pedido Ferro sobre sus numerosos proyectos de ley. Los imprimí y fui a su despacho para que los visara personalmente. Ferro hablaba por teléfono. Minutos más tarde se desocupó y pudo atenderme. Leyó los textos uno por uno, corrigió algunos, amplió conceptos de otros y ordenó que redactara otros más. También me pidió que me quedara en la oficina después de horario: Urge que comencemos a trabajar en el plan de acción comunicacional que requirió el señor gobernador, a los fines que te desarrollé esta mañana, dijo.

Le expliqué que la salud de mi abuelo era muy delicada y que esta tarde necesitaba algunas horas libres para visitarlo. Me dijo: mirá Fernando querido, comprendo perfectamente la situación personal por la que estás pasando, de verdad que sí, pero este es un pedido de nuestro señor gobernador, ya que bien sabe él que el pueblo, el cual nos ha congraciado a través de su sufragio la difícil tarea de administrar esta provincia, tiene puesto los ojos sobre nosotros las veinticuatro horas del día, de lunes a lunes, y no podemos en este sentido demostrar debilidades ni flaquezas, estamos aquí porque las artes políticas son las herramientas irrevocables para transformar la realidad que nos toca vivir como los ciudadanos comprometidos con nuestro presente.

Atiné a explicárselo de otra forma; lo que significaba para mí el Pucho y la tremenda influencia político ciudadana que signó en mí una huella indeleble de responsabilidad social e histórica, en fin, perogrulladas, a ver si lo convencía. Pero fue inútil. Ferro me dijo que hoy al final de la jornada debía entregarle un borrador de su bendito plan de comunicación.

Llamé por teléfono a Matilda y le dije que haría lo imposible y lo humanamente posible por ausentarme algunas horas de la oficina, pero que primero debía entregar un trabajo y que la veía bastante difícil.

Preparé un boceto del plan comunicacional exigido por el diputado, que, en términos generales, proponía potenciar una figura empírea y providencial del señor gobernador, a través de una agresiva campaña publicitaria que acentúe los innumerables beneficios que la sapiencia de estos espectros ilustrados brindaría por intermedio de su persona, con evidente impacto positivo, a los ojos de la totalidad de los estratos de la comuna, desde abajo y hasta arriba, pobres y ricos por igual, y sobre todo en esa mezcolanza y confusa argamasa de ideas denominada clase media. 

Así, pues, sindiqué los puntos a seguir. Uno: transmitir en vivo y en directo por canales de tevé y señales de radios disponibles, estatales y privados, la sesión de hipnosis del señor gobernador. Dos: preparar y ambientar una sesión de espiritismo encabezada por el señor gobernador y su gabinete de gestión completo, a los efectos de que éstos tomen contacto directo con esas ánimas y garantizar que periodistas y reporteros gráficos asistan a la misma, tomando nota y captando las imágenes fotográficas del memorable encuentro. Y tres: asegurar una entrevista exclusiva entre los medios de mayor difusión, el señor gobernador y el espectro de mayor jerarquía.

Ferro objetó algunos aspectos de la estrategia, sobre todo aquellos que tuvieron que ver con un diálogo mano a mano entre la prensa y los espectros, pues, apuntó Ferro, podrían apocopar la figura del señor gobernador. Destacó su probable efectividad, sin embargo. Y, apiadándose de mí, me dejó libre.

Salí disparando a buscar a Matilda a su oficina, pero ya era tarde cuando llegué. Fui hasta el hospital. Le pregunté a la recepcionista en qué habitación se encontraba internado el señor Renato Reinoso. Me respondió que el horario de visita había terminado hacía media hora. Le consulté si existían posibilidades de hacer una excepción y pasar aunque sean sólo unos minutos, usted sabe, a verlo, a saludarlo nomás. Insistió en que el horario de visita había terminado. Procuré persuadirla explicándole las distintas dificultades que tuve que atravesar para llegar hasta ahí, que había sido realmente difícil para mí hacerlo. Fue en vano. La mujer seguía repitiendo: señor, el horario de visita terminó, no insista por favor. Desistí. Llamé a Matilda desde mi teléfono celular pero no atendió. Pensé que estaría en verdad enfadada conmigo.

Volver a casa es siempre reconfortante. Recién entonces pude desenredar de mi cabeza los nudos que Ferro había atado allí con sus desquiciadas ideas y desmantelar algo del mamotreto de culpa que pesaba sobre mí por no haber llegado a tiempo al hospital. Mañana iría sin falta a visitar al abuelo Pucho, pensé.

Eran cerca de las veintiuna cuando recibí el llamado por teléfono de Romina. Por un lado recordé que me había olvidado por completo de ella, y por el otro, la escena con Andrea enfrente del café bar. Me dijo que no se sentía bien, que no estaba bien, que necesitaba hablar conmigo. Le dije que mañana por la noche podríamos encontrarnos, no sé, a tomar unas cervezas. Me dijo que tenía que ser hoy. Ahora. Le dije que todavía no había probado bocado desde el mediodía y que podría improvisar en la cocina algo para comer y que durante la cena podríamos charlar sobre lo que quisiera. Me dijo que sí y después de hacer un breve silencio agregó que llegaría en media hora. Más o menos.   

Preparé unos bifes de carne con arroz. Pero Romina no llegó nunca. En su lugar vino Andrea. Me entregó una carta de Romina y me dijo que hoy por la mañana intentó disuadirla pero que no tuvo éxito. Romina se fue, me anotició desanimada, como si fuera una especie de titular amoroso. Ella ya lo sabe, me anotició Andrea, como si fuera ahora un especie de titular truculento, de un choque múltiple de coches o algo por el estilo. 

Le pregunté a Andrea si Romina lo sabía porque lo sabía, porque se enteró, porque de alguna forma lo supo, o si lo sabía porque ella se lo había contado todo. Me dijo que ella se lo había dicho todo, que debía hacerlo, que se lo debía porque muy a pesar de todo Romina era su amiga. Le pregunté a Andrea si quería quedarse a cenar y me respondió que sí. Después leímos juntos la carta, era más o menos breve, decía:

Fernando: Me di cuenta que nuestros días no fueron realmente nuestros días. Ni lo fueron aquellos otros, ni serán estos que vienen a pesar de los días que pasaron. Ya no hay días para mí en este lugar. Cuando lo supe, entristecí. Abrí mis ojos y allí estaban las imágenes postreras que la memoria retiene entre el tránsito de un ser a otro. De un mundo a otro. Como si estuviera condenada a presenciar en las primeras filas de un cine particular una y otra vez el espectáculo último de mi vida vivida rodando dramáticamente entre las pupilas y los párpados. Esta es la razón por la que me voy. Esto es lo que quería decirte, aunque conozcas la respuesta, aunque conozcas mi decisión. No podría mirarte a los ojos y decirte que esta es la razón por la que me voy. 

Andrea y yo sabíamos que la decisión de Romina no tenía vuelta atrás. Sin embargo, Andrea me dijo que se lo dijo, que todavía no era tiempo de marchar, que debíamos esperar un poco más. Sólo un poco más. Que este infierno, así dijo Andrea, que este infierno por el que andábamos pronto se desvanecería y podríamos cargar sobre nuestras espaldas nada más que la certidumbre de saber que otro lugar, el que fuera, nos esperaba. Pero éste no sería un viaje así nomás, sería un viaje de ida, sin retorno, no le daríamos a la memoria ni un centímetro de tregua si se le ocurriese obligarnos a volver. Allá lejos, dijo Andrea, hay un lugar donde los recuerdos son los espacios y tiempos que vivimos en el presente en que estamos y elegimos vencer, pero no son nuestros, Fernando, no son nuestros tiempos.

Esto fue lo que dijo Andrea. Cerró los ojos, yo estaba a su lado, en la cama, cuando cerró los ojos y se durmió. No son nuestros tiempos, pensé. Pero no pude conciliar el sueño.

Llamó Ferro. Eran casi las cuatro. Funes querido, me dijo, hablé con el señor gobernador, él mismo se comunicó conmigo hace algunos minutos y con muy buenas noticias, el consejo asesor de las comunicaciones gubernamentales aprobó el borrador del plan estratégico comunicacional y quiere entrevistarse con nosotros en un par de horas, para brindarnos algunas sugerencias a fin de evitar posibles fisuras en la redacción definitiva del mismo, y, por añadidura, durante su puesta en práctica; no podemos dejar nada librado al azar, razonó el señor gobernador, ya que en los próximos días, Fernando querido, pondremos en marcha el plan.

Eso es maravillo, Doctor Ferro. Me respondió que sí, que lo era, y, antes de colgar, dijo que esté preparado, que se vienen tiempos históricos apasionantes. Me acordé de lo que me había dicho mi ex jefe de redacción, Arnoldo Céspedes. Quién era, me preguntó Andrea entreabriendo los ojos. Era Ferro, mi nuevo jefe. Ah, dijo y se dio media vuelta buscando el sueño otra vez.          

El diputado Mauricio Ferro llegó a la casa de la gobernación puntualmente a las seis y cuarto, tal como los miembros del consejo asesor de las comunicaciones gubernamentales se lo habían apuntado. Minutos después, yo. Ferro recriminó mi tardanza. Estoy con muy pocas horas de sueño, diputado, dije excusándome pero volvió a embadurnarme por la cara su latoso discurso sobre la magnitud de la responsabilidad política que deben profesar a toda hora y en todo momento y lugar las mujeres y los hombres que se desempeñan en el ámbito de la esfera pública. Después del sermón, ingresamos por la entrada principal al edificio estatal.    

Ferro y yo atravesamos intrincados y concurridos pasillos y oficinas estatales lo más ligero que pudimos hasta dar con el despacho de los miembros del consejo asesor de las comunicaciones gubernamentales. La secretaria de éstos, una huraña y osada gordita culona disfrazada de Barbarella, reprendió nuestra llegada tardía e indicó de mala gana que tomáramos asiento en la sala de espera en tanto ella nos anunciaba. Así hicimos.

Minutos después nos hizo pasar. De inmediato, ni bien ingresamos y apenas acabábamos de acomodarnos en las butacas, se presentaron: buenos días, diputado Ferro, agente Funes, sean bienvenidos, somos los señores Vergas, dijeron desde las profundidades de una mesa rectangular de dimensiones espectaculares por encima de la cual pendulaba una cruz cristiana portando un macilento y raquítico y sangriento jesús. Hablaban todos al unísono. Tenían un aspecto lóbrego, incierto, y aunque parecían tener no más de cincuenta y pico, daba la escalofriante sensación de que sus edades eran incalculables.

Y así hablaron: Hemos examinado con detenida y entusiasta atención vuestro proyecto de comunicación, tal como nos los ha solicitado nuestro señor gobernador, y aunque objetamos algunos puntos específicos, detallados en una carpeta que tras la reunión les hará entrega nuestra secretaria para su posterior corrección, lo hemos encontrado, decíamos, muy alentadora y en verdad creemos que tendrá gran impacto entre los habitantes de nuestra provincia. El pecho de Ferro se hinchó de orgullo como el de un bufónido que sale del agua por primera vez. Hemos resuelto, empero, continuaron los señores Vergas, teniendo en cuenta los tiempos históricos a los que como protagonistas distinguidísimos asistiremos en los próximos días, denominar al proyecto Operación Kramer–Sprenger, en memoria a dos heroicos inquisidores dominicos, autores del excepcional tratado de fines del siglo XIII, Malleus Maleficarum. Dicho esto, los señores Vergas se despidieron ceremoniosamente. Ferro y yo salimos del despacho y Barbarella nos entregó la carpeta foliada. De mala gana.  

Ferro se pasó el resto del día encerrado en su oficina encima del proyecto Operación Kramer–Sprenger, realizando los cambios observados en la carpeta foliada por el consejo asesor de las comunicaciones gubernamentales. No deben haber fisuras, dijo Ferro y yo afirmé como devolviéndole certidumbre a su preocupación: sí, no se preocupe, Doctor Ferro, todo saldrá maravilloso, tal cual lo planeado, es decir, bueno, eso mismo, maravilloso. Sí, sí, Funes querido, duplicó meditabundo, maravilloso, maravilloso.  

Llamó Ferro. Dejó un mensaje de voz en mi teléfono que rezaba así: Funes querido, el señor gobernador adelantó la fecha de la sesión de hipnosis, me pidió que nos presentemos en la residencia oficial, por favor imprimí y llevá una carpeta con varias copias del proyecto Operación Kramer–Sprenger. Nos vemos allá.

En la sala principal de la residencia oficial se encontraban acompañando al señor gobernador, algunos de sus ministros, Ferro, los inmemoriales señores Vergas, un grupúsculo de colaboradores y asesores, y algunos guardias de seguridad, que custodiaban todas las entradas y salidas de la casa. El gobernador era un hombre raspando los sesenta años, muy culto, reconocido como un estadista de envergadura, pero, después de la muerte de su adorable y única hija en un accidente de tránsito, tres años atrás, comenzó a inclinarse hacia el ocultismo, buscando una señal de su espíritu en el Más Allá, lo que, según allegados íntimos a su círculo político de confianza, hizo que su capacidad de liderazgo se fuera debilitando.

Algún tiempo atrás, el gobernador había concurrido al chalet Perrando, donde se llevaba a cabo el rodaje de La casa tenebrosa del Dr. Perrando, el primer film de terror que se realizaría en Resistencia con capitales estadounidenses, un equipo de producción y actores mixtos (entre argentinos y norteamericanos), además de un prestigioso director de cine a cargo y una joven actriz norteamericana en el papel protagónico. La visita del señor gobernador tenía por motivo simplemente saludar a los realizadores de la película, agasajarlos con un brindis, ya que las encuestas indicaban que su imagen estaba cayendo y los señores Vergas le habían sugerido que su presencia en el set sumaría algunos puntos.

Luego del brindis, el señor gobernador recorrió la vieja casona escoltado por los señores Vergas, y en una de las habitaciones presenciaron la aparición del fantasma del mismísimo Doctor Perrando. El relato y sus detalles fueron descriptos por los miembros del consejo asesor de las políticas de comunicación gubernamentales, en la residencia oficial del gobernador, aquella tarde en que Ferro me citó allí con las copias de las carpetas de la Operación Kramer–Sprenger.

Según los Vergas, el Doctor Perrando hizo su aparición en columna de humo negro, cosa que, afirmaron, puede atestiguarlo este frasco con restos del viscoso ectoplasma rojizo que hallamos en el piso y en las paredes de la casa. Oooohhhh, exclamaron todos los funcionarios públicos, sentados en unos sofás blancos alrededor del gobernador, quien asentía todo el tiempo mientras los Vergas continuaban con el relato.

El espíritu del Doctor Perrando se manifestó ante nuestro señor gobernador y dijo que en el Más Allá mantuvo contacto con los egregios antepasados que fundaron la provincia de Chaco, y que sus ánimas, a través de la fantasmagórica figura del histórico cirujano, desean brindarnos las sabidurías de sus pasadas gestiones políticas, que, afirmaron, volverán a posicionar el rumbo de nuestro gobierno, lo que, como se sabe, traerá prosperidad y bienestar al pueblo. A cambio, el Doctor Perrando, es decir, su alma, su espíritu o lo que sea, solicitó a nuestro señor gobernador la apertura de un umbral de mundos, que, ya sabemos los presentes, subrayaron los Vergas, concretaremos induciendo hipnóticamente a nuestro gobernador, a efectos de que los espíritus de estos ilustres ascendientes puedan, una vez que hayan ingresado a nuestro universo de vivos, transmitirle sus valiosas erudiciones, que como bien estamos más o menos al tanto todos, nos hace mucha falta.

Los Vergas, culminado el discursito, recorrieron con la mirada a todos los que allí estábamos. El gobernador volvió a asentir, pero esta vez pareció dormirse en el vamos. Yo me encontraba parado, al lado de la puerta, sosteniendo las carpetas de Ferro. Pensé: qué chancletas es todo esto; si el abuelo Pucho estuviera acá, les reventaría el culo a patadas para despabilarlos. Agente Funes, ordenaron los Vergas, denos las carpetas de la Operación K–S. Me acordé del abuelo Pucho, en el hospital, tenía que deshacerme de esta gente, huir, hacerme invisible. Entregué las carpetas a los Vergas, al gobernador, a sus ministros y asesores directos, incluyendo a Ferro, claro.          

Señores, dijeron los miembros del consejo de las comunicaciones del gobierno, que, no está de más recordar, hablaban al unísono como una legión de demonios plúmbeos, señores, decían, mañana será el gran día, mañana asistiremos al renacimiento de nuestro querido y atesorado señor gobernador, y seguro que vosotros estaréis a la altura de los sucesos por venir, designados y elegidos, con la sapiencia que estos acontecimientos históricos demandan, para llevar adelante la operación K–S. En estas carpetas, finalizaron, encontrarán todos los detalles de la estrategia de comunicación que aplicaremos para garantizar el éxito del proyecto. La cita de la sesión, ya saben, es mañana martes a las nueve en esta residencia oficial que nos congrega, en tanto, nosotros acompañaremos en oración al señor gobernador durante toda la noche.

Antes de desalojar la sala, los Vergas llamaron aparte a Ferro. El diputado me dijo que lo aguardara; no demoraron mucho, fue una charla de cinco o seis minutos que mantuvieron junto con el señor gobernador.   

Al final, los guardias de seguridad nos acompañaron hasta la puerta de salida. Ferro dijo que, según las instrucciones que le habían señalado los Vergas, debía ir hasta el aeropuerto a buscar a los parasicólogos ingleses que llevarían a cabo el acto de inducción al gobernador, así como a un filólogo irlandés, también contratado por el gobierno para tales fines. Tenés trabajo que hacer, me dijo el diputado, seguí al pie de la letra la estrategia aprobada por el consejo de las comunicaciones. Luego Ferro subió al automóvil que lo esperaba afuera y marchó con rumbo al aeropuerto de Resistencia.

Ni bien Ferro se fue, llamé a Matilda. Me atendió. Su voz parecía apagada. Le dije que la pasaría a buscar e iríamos a visitar al abuelo Pucho. Está bien, asintió, te espero en la oficina.                                        

El abuelo Pucho estaba de buen humor. Pareció alegrarse al vernos entrar al cuarto. Charlamos un rato, haciéndole compañía junto a la cama. Cómo andan esos diablitos, preguntó a Matilda, por la jauría de perros, gatos y pájaros, las mascotas de la casa. Bien, bien, te extrañan, dijo Matilda, tenés que recuperarte pronto. Yo le conté sobre mi nuevo trabajo y él me dijo que no dejara nunca de escribir, que siempre hay que dar grandes peleas, porque si perdés, la derrota será digna, y si ganás, la victoria mucho más gozosa. También hablamos de política. Pucho refunfuñó contra el gobierno, dijo que era una vergüenza y por el camino en que íbamos todo se iría al demonio muy pronto. Tenía razón. El Pucho también habló de Messi, ese pibe nos va a dar muchas alegrías, acordate, me dijo. Después se durmió y Matilda y yo nos fuimos, tristes. El Pucho estaba en las últimas.

Llegué a casa y lo primero que hice fue buscar mi Cuaderno de Broncas y escribir, para no olvidarlas, algunas ideas más que se me vinieron a la cabeza, siempre contra los periodistas, no sé por qué se me vino en ganas putearlos tan harto, quizá a cuento de todo esto, de los Vergas, de todo este rollo rarísimo en que me vi involucrado de un día al otro. En fin. Más tarde, cerca de la medianoche, llamé a Andrea, le pregunté si había podido dar con Romina y me dijo que no, que ni siquiera valía la pena intentarlo. Entiendo, le dije. Necesito verte. Yo también Funes, yo también.                                

Al día siguiente, todo se desarrolló con éxito y en forma vertiginosa; todo es, claro, la inducción hipnótica al señor gobernador y la pantomima en torno a ello. El comunicado de prensa que redacté, aprobado por el diputado Ferro y los señores Vergas, dan fe de ello.   

La realidad es lo que hagamos parecer de lo que es, lo demás no importa nada, reflexionó Ferro y agregó enseguida: Funes querido, ya sabés lo que tenés que hacer. Eché dedos al teclado de la computadora y titulé: EL GOBERNADOR RECIBIÓ CONSEJOS POLÍTICOS DE ANTIGUOS ESPECTROS ILUSTRADOS. Después, redacté la nota:



E
l enigmático hecho ocurrió hace algunos meses atrás, pero fue revelado recién ayer tras una sesión de hipnosis pública practicada por un grupo de prestigiosos parasicólogos ingleses al primer mandatario de nuestra provincia. El diputado Mauricio Ferro, uno de los principales testigos oculares del fenómeno, relató: Nuestro señor gobernador comenzó a sufrir extrañas convulsiones luego de las cuales habló durante varias horas en lenguas inmemoriales y más tarde levitó en círculos concéntricos alrededor de su oficina.
La inducción hipnótica fue realizada en la residencia oficial y transmitida en vivo y en directo por el canal estatal, a través del cual los televidentes pudieron observar a los ministros de gabinete asistiendo al señor gobernador mientras éste giraba alrededor de su despacho profiriendo toda clase de revelaciones en una antiquísima lengua jafética hablada hace miles de años en alguna remota zona al sur de Europa, explicó un filólogo irlandés del vaticano convocado para tales efectos.
Luego de horas de trabajos de traducción, el experto pudo descifrar parte del significado de aquel dialecto ininteligible, que confirmaría que efectivamente el señor gobernador recibió asesoramiento político de espíritus del inframundo político, liderados por el fantasma del Dr. Julio Cecilio Perrando, quien estaba al mando de esas ánimas.  
Si bien el primer jefe de gobierno no brindó declaraciones tras el suceso ocultista que conmocionó al pueblo chaqueño, el legislador Mauricio Ferro adelantó que en los próximos días se preparará un nuevo procedimiento de sugestión, ya que el religioso irlandés ratificó que las ánimas querrían comunicarse con los habitantes de nuestra provincia a través de la figura del señor gobernador.




Al texto noticioso, le anexé imágenes del señor gobernador planeando por las llanuras de su oficina, asistido en forma incondicional por los ministros de su gabinete y, por supuesto, por el diputado Mauricio Ferro, quien me pidió encarecidamente aparecer en las fotografías que brindáramos a la prensa gráfica. Si bien el plan estratégico no pudo ajustarse explícitamente a las líneas de acción previstas con antelación, debido sobre todo a que los espectros, encauzados por el espíritu de Perrando, sólo se apersonaron en forma parcial, Ferro consideró no obstante que la próxima sesión de inducción sería decisiva y lograríamos encarrilar a los fines que buscábamos.

Al otro día bien temprano Mauricio Ferro me pidió que me pusiera en contacto con la consultora que semana a semana nos brindaba un monitoreo sobre la imagen de gestión de gobierno del señor gobernador, para que realizara un sondeo de urgencia entre los ciudadanos para medir qué impacto había tenido la curiosa sesión de hipnosis. Así hice. Un día después, el equipo de sociólogos oficiales me pasó el informe final y los resultados arrojados indicaban que dos de cada diez habitantes de la provincia consideraban que la inducción espiritista se trató de una pantomima montada por el gobierno para sus fines políticos y, en consecuencia, electorales, ya que se avecinaban las elecciones que renovaban mandato y representantes del pueblo ante la cámara de diputados. No obstante, otros siete juzgaban positivo que nuestra máxima figura política mantuviera contactos con fuerzas del Más Allá. El resto, ese infame y despreciable diez por ciento, o no se daba por aludido o ignoraba lo que sucedía o bien todo le daba lo mismo que, es decir, por las pelotas. Los ojos de Ferro daban vueltas igual que un tragamonedas; la gran mayoría calificó de positivo la posibilidad de un gobernador médium, en conclusión. El diputado saltaba alborozado y exultante y lleno de entusiasmo se puso de inmediato en comunicación con los señores Vergas para darle las buenas noticias.

Además, los portales de noticias de internet, de diarios, de radios y de tevé, salvo alguno que otro análisis periodístico adverso aislado, no paraban de enaltecer la figura del señor gobernador. Incluso se animaron a vaticinar que era éste el momento para lanzar su reelección. Y si bien es verdad que ciertos nichos aislados de la oposición política al gobierno criticaron con dureza la exposición pública que éste hizo del don místico del jefe de Estado, no lo negaban. Lo creían como si hubiesen visto con sus propios ojos la resurrección de Lázaro.   

El diputado Ferro logró ubicarse en el centro de la escena política y mediática gracias al papel que había jugado la estrecha relación que forjó con el gobernador y los Vergas, consecuencia todo de los méritos políticos alcanzados tras la estupenda organización de la inducción hipnótica. Recibía personalmente a todos los periodistas en su despacho, brindaba notas y otorgaba jugosas declaraciones con qué llenar los espacios de los medios. Un día de esos, uno de los matutinos le dedicó la portada a Ferro. Éste aparecía sentado detrás de su escritorio, con las manos abiertas a la altura de sus hombros y con cara de que acababa de prorrumpir con una reflexión de trascendencia capital.

Ninguno de los colaboradores de Ferro sabíamos cómo hacía el tipo, pero siempre se las arreglaba para que su figura estuviese omnipresente entre nosotros. De hecho nadie sabía con exactitud si comía, si meaba, si cagaba, si dormía, si cogía; su existencia toda parecía estar dedicada a la actividad pública. Hay quienes aseguraban haberlo visto en situaciones sociales de las más comunes, como cenando con su mujer e hijos en conocidos y coquetos restaurantes, otros que aseguraban que era un asiduo cliente de un popular boliche gay, al que siempre concurría disfrazado de drag queen, y otros que juraban que cada tanto mantenía reuniones secretas con sus amigos y que, en ellas, improvisaban apoteóticas e inolvidables fiestas negras; pero sólo se trataban de versiones de las muchas que referían a su intimidad, que nadie conocía a ciencia cierta.

Un día antes de la segunda inducción hipnótica al señor gobernador, me encontré con una escena espeluznante protagonizada por el diputado Ferro. Entré muy temprano a su despacho para hacer una consulta y lo vi al tipo meneando su pene con una mano y con la otra sosteniendo el diario La Voz de la Verdad, que le había dedicado a la tapa. Ferro se ruborizó, se puso todo rojo, exasperado, como si se hubiera despertado atrapado una de las máquinas de tortura de Jigsaw, y enseguida fingió que se le había caído su lapicera al suelo y que la estaba buscando. Yo también me hice el boludo y la cosa quedó ahí.

Por la tarde me hice de un tiempo libre y llamé por teléfono a Andrea, y quedamos en encontrarnos en un barcito de la calle Don Bosco. Le conté de mis periplos con Ferro, con los Vergas, con el señor gobernador. Funes, me dijo, eso no va a terminar en nada bueno. Es cierto, asentí. La miré a los ojos y me sonreí. Qué pasa, dijo ella. Nada, es solo que estamos acá, juntos, y me gusta que sea así. Juntos hasta el final, Funes. Hasta el final.      

Ya por la noche, en casa, mientras Andrea componía canciones para su nuevo disco, llamó Ferro. Me anticipó que recibió nuevas instrucciones de los Vergas: mañana se realizaría la segunda sesión de hipnosis al gobernador. Le dije que lo tenía todo preparado, la prensa, los periodistas, todos estarán allí, en la residencia oficial. Muy bien, Funes, me dijo y, antes de presionar la tecla end de su celular, comentó que esta noche oraría junto a los Vergas y el gobernador, para que Nuestro Señor acompañe el éxito político de esta campaña. Maravilloso, Doctor Ferro. Maravilloso. Yo siempre le respondía así a Ferro, con un maravilloso, un poco porque era lo que quería escuchar, y otro poco porque no me interesaba mantener una charla extendida con él, por lo cual siempre procuraba acortar nuestros diálogos; sólo lo justo y necesario y en estricto orden laboral, se sabe.                  

A la mañana bien temprano llegué a la residencia oficial para chequear y corroborar la convocatoria a los medios y garantizar su asistencia. Todo estaba en perfecto orden. Un par de horas más tarde, la gente comenzó a agolparse en la residencia oficial. Afuera, en la calle, también se juntó gente, tal vez eran unas trescientas o cuatrocientas personas, por lo que sugerí al protocolo de la gobernación instalar en forma inmediata una pantalla gigante, a fin de que la plebe pueda ver, en vivo y en directo, lo que sucedía en la sala principal, durante la inducción hipnótica. Adentro, decía, ya estaban casi todos, ministros, asesores, colaboradores y periodistas, que aguardábamos que el señor gobernador, los Vergas, Ferro y los parasicólogos ingleses, que, según trascendió, rezaron durante toda la noche en la habitación principal del primer piso de la residencia.    

Finalmente, aparecieron. Bajaron por las escaleras, los Vergas, adelante, vestidos con atuendos negros tipo sotanas, colgaban de sus cuellos rosarios de oro, portaban y alzaban en lo alto una cruz gigante ornamentada en madera y oro. Detrás, el señor gobernador acompañado de su señora esposa, a quien, vale decir, es la primera vez que la nombro, mas no por descuido, sino porque no tendrá más protagonismo en esta historia que las líneas que acabo de otorgarle. Y, por último, el diputado Ferro y los parasicólogos ingleses.           

En medio de todo esto, Andrea me mandó un mensaje de texto a mi teléfono. Me dijo que estaba afuera, en la calle, observando en la pantalla gigante todo lo que pasaba adentro. 

Todo parecía revestido de una solemnidad de santuario. Bueno, ésa era la idea de los Vergas. El acto de inducción se llevaría a cabo en la misma sala principal. Se dispuso allí una mesa redonda, con manteles rojos y una bola de cristal en su centro, adonde se sentó el señor gobernador, los parasicólogos y los religiosos Vergas, de frente a las cámaras de televisión, reporteros gráficos y periodistas. Una docena de mucamos, ubicados en semicírculo en rededor de la mesa, sostenían candelabros con velas negras. Muy bien, empecemos, dijeron los Vergas. Los espiritistas asintieron y todos se tomaron de las manos.

Esta fue la oración que profirieron los Vergas para convocar al espíritu del Doctor Julio Perrando, tal como lo habían hecho la primera vez:                

Te invocamos, Doctor Julio Cecilio Perrando.
Con el poder que nos otorga Dios Padre
y el de Su Hijo, Nuestro Señor, te invocamos.
Hazte presente en esta sagrada reunión.
Te lo rogamos, hazte presente y
bendice a nuestro señor gobernador
con vuestra sabiduría providencial.  
   
Tal como ocurrió en la sesión anterior, el querido estadista comenzó a levitar y a dar vueltas en círculos alrededor de su despacho, empero, pasados unos segundos, abrió su boca e inesperadamente comenzaron a salir de su interior espectros de toda índole que, ante estupefactas y desconcertadas miradas de periodistas, colaboradores, ministros y médiums, volaron alocadamente por encima de las cabezas sin pudor alguno, completamente desnudos, comenzando a realizar sus necesidades, ya no digo fisiológicas, sino etéreas, o ectoplásmicas en todo caso, emporcando a todos con una sustancia viscosa y luminosa, que no era otra cosa que caca y orina inframúndica. En eso, el fantasma del Doctor Perrando salió en forma súbita y repentina de dentro de la boca del señor gobernador, que todavía levitaba en círculos, embadurnándolo con la misma sustancia rojiza y viscosa que los Vergas habían exhibido otrora.

Ni bien se constituyó, el Doctor Perrando comenzó a volar en cortina de humo negro alrededor de la mesa circular, y mofándose de todos los allí presentes dijo: aquí tengo su sabiduría providencial, y, mostrando su fantasmal culo, hizo tronar un pedo apoteótico.             

No obstante, lo que más indignó fue la forma estruendosa y rimbombante en que estas ánimas se dieron a conocer al mundo, así, sin siquiera identificarse, faltos de las túnicas apropiadas que todo fantasma debe exhibir y huyendo, al igual que su espectral líder, en columna de humo negro por la ventana de la sala principal y después de chuflarse de la mimesis espiritual convocada por el gobierno para salvar la imagen del señor gobernador. Sin embargo, no todo terminó ahí. Antes de esfumarse, el Doctor Perrando aseguró: Muy pronto tendrán noticias nuestras, bufones.   

Llamó Andrea. Qué diablos fue todo eso, preguntó. No sé, no sé, le dije todavía acongojado. Cómo está la cosa afuera, reaccioné pronto tras un silencio de segundos. Mal. Muy mal, dijo, todo es un caos, la gente echó a correr, gritan, dicen que cayó una maldición o algo por el estilo. Demonios, exclamé. Sí, demonios, dijo ella. Y son muchos.

Al señor gobernador, que permaneció flotando, inconsciente, alrededor de la sala, tuvieron que bajarlo sus asesores utilizando unas escaleras. Los señores Vergas y los espiritistas lo asistieron rápidamente y lo condujeron a la habitación principal del primer piso de la residencia. Antes, Ferro había recibido nuevas instrucciones de los Vergas. Tenía que poner la cara ante la prensa y dar explicaciones de los sucesos ocurridos. Así hizo y aunque no le fue bien, valía la versión oficial.

Así y todo, los medios supieron inventar la noticia. ESPECTROS HUYERON DE BOCA DEL GOBERNADOR, SE TEME UNA POSESIÓN DEMONÍACA MASIVA; ESPÍRITUS INVADEN LA CIUDAD, NADIE ESTÁ A SALVO; PLAGA FANTASMAGÓRICA ACECHA A RESISTENCIA, titularon. El impacto fue tremendo y en cuestión de horas comenzaron a producirse corridas por todas partes, las personas acudían despavoridas a iglesias y parroquias de barrio, para refugiarse, decían, del ataque inminente de los demonios; rezaban padrenuestros y avemarías en vigilias autoconvocadas y nutridas procesiones de feligreses.     

Por su parte, las máximas autoridades eclesiásticas no tardaron en criticar la actuación del gobierno, a la que calificaron de irresponsable, por haber permitido que esos belcebúes emigraran de dentro del gobernador, y que además se comunicaran con él so pretexto de transmitirle supuestas facultades políticas acumuladas a lo largo de décadas por nuestros más egregios antecesores, que en paz descansen dicho sea de paso, y aprovechándose de su buena fe y predisposición, que siempre caracterizó a nuestro primer mandatario, quedaron en evidencia pública al ufanarse de su investidura utilizándola como portal cósmico, expresándolo de alguna manera figurada, por no decir maldito, el umbral que se abrió entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, a efectos de que éstos últimos ingresen al de los primeros, explicaron en una improvisada conferencia de prensa realizada en las escalinatas de la Iglesia Catedral de Resistencia, un par de horas después de los trágicos eventos paranormales en casa del gobernador.   

En la residencia oficial, todo era un caos. Gentes, médicos que iban y venían, subían y bajaban escaleras para asistir al jefe de Estado, cuyo cuadro clínico era el siguiente: las fuertes convulsiones experimentadas por el gobernador tras haber expulsado por su boca al Doctor Perrando y sus demonios le provocaron una crisis catatónica fulminante que lo dejó en estado vegetativo, asistido a través de respiración artificial, en una improvisada sala de auxilios montada en la suite principal, a la cual sólo ingresaban, obviamente, sus médicos personales, esposa, los Vergas y un estrecho grupo de asesores de máxima confianza, entre los cuales por supuesto se encontraba Ferro.

Ferro estaba sentado tomando agua mineral de una botellita de plástico, recostado sobre una columna, cuando un emisario de los Vergas lo convocó a la habitación. Ferro, que tenía el rostro entumecido, se sacó la corbata y me dijo: Funes, vení conmigo. Dejé de redactar los comunicados de prensa que estaba preparando en mi computadora portátil, en el comedor, y lo acompañé.

Diputado Ferro, dijeron los Vergas, que estaban parados, hasta hace unos momentos rezando, al lado del gobernador, quien yacía boca arriba en la cama. El pronóstico no es nada bueno, nada bueno. Lamentamos comunicarle que nuestro señor gobernador ya no despertará, sostuvieron los religiosos de la comunicación. Por eso hemos resuelto que usted, Doctor Ferro, se haga cargo, en primera instancia, de la conducción interna de transición del gobierno, hasta que resolvamos un llamado a elecciones anticipadas, y en segunda, y esto sí es menester que lo hagamos cuanto antes, de enviar un representante oficial a dialogar con estos demonios, que, según fuentes de nuestra inteligencia paraestatal, información confidencial desde luego, han establecido como su refugio el panteón de los gobernadores de Chaco, en el cementerio San Francisco Solano. Muy bien, dijo Ferro, convocaré de urgencia a un comité de crisis, plural y diverso, a fin de establecer las pautas y estrategias con que nos regiremos de ahora en más, durante el conflicto. Y agregó por último: nos reuniremos a deliberar aquí, en la residencia oficial, durante toda la noche. Los señores Vergas aprobaron la resolución planteada por Ferro y dijeron por último: en cuanto al representante oficial, sugerimos que a dicha tarea la lleve adelante el agente Funes, creemos que es el más indicado. Así será, dijo el diputado.

Los Vergas y la esposa del señor gobernador se prosternaban para orar junto al moribundo cuando Ferro y yo nos retiramos de la habitación. El diputado me pidió que lo acompañara a la biblioteca, donde pudiéramos mantener una reunión privada, para ajustar detalles, simplemente, dijo, antes de que partas al cementerio para establecer contacto con el Doctor Perrando. Funes, explicó, este es el plan: buscarás a estas ánimas en el panteón de los gobernadores, intentarás dar, si es posible, con el fantasma del cirujano, o con algún espíritu de jerarquía, y le dirás que vas a reunirte con ellos en nombre del gobierno, para saber cuáles son sus peticiones, sus reclamos, o lo que diantre sea por lo que hayan venido a nuestro mundo, al de los vivos. Maravilloso, diputado Ferro, dije, ya mismo marcharé hacia el cementerio. Suerte, Funes, dijo, tenés en tus manos una gran responsabilidad.

Tras mi partida, el legislador a cargo interinamente del gobierno, organizó y convocó al comité de crisis; congregó de forma inmediata a representantes de la iglesia, a distintas instituciones del culto y la religión, a sectores del gobierno y de la oposición, a diputados, a organizaciones civiles, sociales y de los derechos humanos, a la cúpula del ejército y la policía, a expertos académicos de la actividad paranormal, a chamanes de los pueblos originarios, a intelectuales e historiadores renombrados, con el objetivo de, explicó cerca de la medianoche, cuando ya se encontraban los recién mencionados reunidos en la sala principal de la residencia oficial, que se había constituido en una suerte de búnker de operaciones, generar el consenso más amplio y plural que jamás haya registrado la historia política y social de nuestra provincia, que permitirá buscar y reunir las propuestas y los recursos imprescindibles para entablar un diálogo respetuoso y racional con estos seres para saber, en definitiva, qué es lo quieren, qué es lo que buscan.

Ni bien atravesé la salida principal y pisé la vereda de la residencia, llamé a Andrea y le conté la diligencia que Ferro me había mandado hacer en el San Francisco Solano. Funes, eso es una locura, me advirtió. Lo sé, por eso necesito verte antes de partir, dónde estás. Acabo de llegar a casa, dijo. Bien, en diez minutos estaré ahí. Antes de cerrar la llamada le pregunté cómo seguían las cosas en la calle y me dijo que igual o peor, que imagine, me dijo que imagine que si la gente de por sí está loca, ahora, con todo esto de los muertos, es, no sé, como si estuviéramos adentro de una película de los Cazafantasmas.

Le dije a Andrea que si algo salía mal, a pesar de que lo intentaría, si de todos modos algo salía mal, que esté preparada, lista, porque nos marcharíamos juntos. Adónde, Funes, me preguntó. Lejos, dije, nos iremos tan lejos que olvidaremos el camino a casa.  El camino a casa ya no existe, sentenció ella y me dio un beso y me abrazó y me dijo que me cuidara. Agarré mi Cuaderno de Broncas, que reposaba sobre la mesa de luz junto a la cama, y volví a despedirme de Andrea. El coche que me llevaría hasta el cementerio me aguardaba, era muy tarde, había pasado la medianoche cuando el chofer puso el auto en marcha y vi a través de la ventana los ojos de la mujer parecida a Bárbara Steele y pensé en todo lo que habíamos pasado juntos y en todo lo que había pasado para que tuviera la certeza de que en realidad los espectros, los moribundos, éramos nosotros.    


[1] El Pucho Reinoso murió ignorando que había parafraseado al genial escritor portugués José Saramago, quien, antes de pasar a la inmortalidad, sostuvo: La muerte no es nada, lo que realmente importa es que vamos a continuar.  
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